Hace unos días mi querida Bettie hablaba de educación, y nombraba el refuerzo positivo como una de las claves para cambiar muchas cosas. Al menos yo la entendí así.
Os voy a contar mi experiencia al respecto. Pero no como profe, como madre.
Mi hijo mayor ha sido fácil. Un niño un poco brutote cuando era muy pequeño pero que siempre se ha dejado guiar, que ha sido sencillo de convencer.
Cuando empezó a tener conciencia de lo que estaba bien y mal, si hacía algo que era peligroso para él, o que le habíamos dicho que no hiciera, le castigábamos. Lo hacíamos igual que hacían en la guardería, sentado unos minutos en una silla, a pensar sobre lo que había hecho y a expicarnos después por qué le habíamos castigado.
No hizo falta mucho trabajo, y ya digo que no ha sido complicado. Hasta ahora, que empieza la adolescencia y necesitamos un manual de instrucciones nuevo.
El pequeño. ¡Ay!, el pequeño.
Mi hijo pequeño empezó por darse golpes con todo lo que se movía y todo lo que estaba quieto. Cuando empezaba a andar le tuvimos que comprar una chichonera. Sí, leéis bien. La llevaba en la guarde y en casa, en palabras de la pediatra "para que no termine con la cabeza deformada a fuerza de golpes". La llevó durante un año.
A partir de ahí, un niño movido, inquieto, uno de esos que si está callado tienes que echarte a temblar. Y usamos el mismo método: el castigo cuando algo no era como nosotros le estábamos enseñando. Y el pobre niño pasaba mucho tiempo castigado, en la silla, en su habitación, sin tele, sin ir al parque... No sé, todo lo que se nos ocurría.
Y las cosas no se arreglaban. No había nada que surtiera efecto para que se portara mejor. Ya iba al cole y el tercer año de infantil empezó a pegar a sus compañeros. Pegar no era algo que hubiera visto ni vivido, pero era su forma de defenderse de esos compañeros que le marginaban y nunca querían jugar con él.
Entonces fuimos a un psicólogo. Bueno, en realidad a uno detrás de otro.
Y lo primero y más importante que aprendimos fue el refuerzo positivo. Fue mágico.
Mi psicóloga me dijo: fíjate bien: tu hijo pega a un compañero y le castiga la profesora, además, te manda una nota para que lo sepas. En el comedor come mal, le castigan sin salir al patio y cuando vas a buscarle te lo dicen. Tú llegas a casa ya desesperada y le castigas por comer mal y por haber pegado al compañero. Dos castigos por cada cosa que hace mal, y además, le das la charla (soy mucho de dar la charla, qué le vamos a hacer), una charla que por un oído le entra y por otro le sale. Su idea de sí mismo es que todo lo hace mal, y solo recibe broncas y castigos.
Me puso de deberes lo siguiente: ir a buscarle y no preguntar cómo le había ido el día(antes le abrasaba a preguntas), y tampoco decirle que se porte bien por la mañana al dejarle en el cole. Dejar que sea él quien me cuente lo que crea que tiene que contarme del colegio. Y si trae una nota decirle que no debe hacer eso más, pero no castigarle de nuevo. Decirle cada día al menos una cosa que ha hecho bien, sea la que sea.
No sabéis lo que tuve que morderme la lengua. Y los días en que no pude cumplir del todo lo que me había dicho, pero lo intenté, y cada día era más fácil.
Qué bien te vistes tú solito. Eres un niño mayor.
Qué bien desayunas sin mancharte.
Cualquier cosa era buena para decirle lo bien que hacía las cosas. Y poco a poco no me costó ningún esfuerzo, porque mi hijo empezó a hacer cada vez más cosas bien.
Dejó de pegar, aunque alguna vez aún saca la mano a pasear, y empezó un cambio que aún continúa, que nos cuesta a todos mucho trabajo, a él el primero, claro, pero que nos da muchas satisfacciones. Y desde entonces cada día mi hijo me oye decir lo bien que hace algo, sus estudios, su comportamiento, sus habilidades para las cosas...
En el insti me resultaba mucho más fácil hacerlo, saber ver algo positivo en cada alumno (o casi) y decírselo, animarles a mejorar, pero en casa no sabíamos cómo enfocarlo y aún estamos aprendiendo.